Todo comenzó con una fondue de chocolate, ese calorcito que te sube desde el estómago haciéndote paladear cada bocado, saboreando el placer de ese afrodisiaco natural que te pone como un volcán a punto de erupción fue el que nos llevo al borde del éxtasis sin punto intermedio entre una cosa y otra, o si la hubo no la retengo en mi memoria, se fue con esos momentos de transición sin importancia.
Después de esa exquisita cena los cuerpos se destensan en la silla buscando la postura mas cómoda que nunca encuentras, te pide algo impropio de decir con palabras, se pide con gestos, miradas, insinuaciones sublimes que solo capta el receptor del mensaje al que va dirigido, aunque este rodeado de multitud.
Sin saber como, pero consciente de que era el final que intuías, te encuentras al borde del acantilado con la luz de la luna sobre el agua como linternas ondulantes en el movimiento del agua transparente, subida en la montaña rusa del placer con los vaivenes de subidas, bajadas, velocidad sin control.
Ese vértigo que comienza en hormiguillo incontrolable que sube de intensidad al encontrarte al mismo borde del abismo, cuando llega la caída libre dejas que tu cuerpo se sacuda estallando por dentro dejando la consciencia fuera de ti, solo vale el momento, intentas que no se te escape reteniendo las sensaciones para que no se vayan.
Te aproximas al agua metiendo los pies para sentir el frescor que resulta ser un frió húmedo que te acaricia estremeciéndote esa sensación placentera. Te encuentras en ese trance que va de lo divino vivido a lo humano que te niegas a aceptar.
Cuando comienzas a entrar en estado de consciencia estas rodeada de gente, alguien te mira, te sonríe y te comenta:
"Vaya coloretes que tienes maja, parece que has comido chorizo picante..."
La "fundí" tiene la culpa, La "Fundíííííí"...
Esta historia va dedicada a una miembra de la peña que tuvo el gusto de conocer el acantilado en primera persona, así me contó lo que allí vivió. Como pa no ir a verlo.
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